Horizontes de grandeza
Una película –la imagen con la que presento esta entrada– resume la anticipada añoranza por un mundo que fue, que dejará de ser, que acaso no supimos merecer porque nos exigía demasiado. O porque hay quienes ponen todo su empeño, su oscuridad y malignidad en enturbiarlo todo, ya sean los cielos, las relaciones sociales y la vida misma.
Cuando era muy niña, aprendí a valorar el cine bueno –no solamente el artísticamente bueno, sino el que consigue cambiarnos, transformarnos, a través de la emoción, de un excelente guion, de lo visual y de la actuación de los mejores– de la mano de Garci y Balbín, que hacían programas de la más elevada calidad. ¡Qué tiempos aquellos! Y por esas cosas de la memoria, al volver a ver una de esas películas que dejan poso en el alma, una las disfruta más, saboreando, paladeando y anotando mentalmente tal o cual detalle que la falta de madurez hubiera pasado por alto. Exactamente así me sucedió con la película objeto de esta divagación mía, Horizontes de grandeza.
Una breve nota para los que no la conozcan: dirigida por William Wyler y estrenada en 1958, The big country –por su título original– está protagonizada por Gregory Peck, quien también fue coproductor de la misma, junto con el propio Wyler. Destaca un elenco magnífico, con actrices y actores para quitarse el sombrero, de la talla de Jean Simmons y Carrol Baker –ambas espléndidas–, Charlton Heston, Charles Bickford, Chuck Connors y Alfonso Bedoya. El argumento opone un tema bien conocido en la literatura: "civilización frente a barbarie" en un ambiente oportuno, tanto en lo referente al ámbito, al marco, como a la propia épica del western. Remito a cualquier fuente válida para evitar reproducirlo aquí.
Atractiva a partes iguales por el vasto paisaje en el que se desarrolla la acción, y por las memorables interpretaciones de los actores, sigue interesando en los tiempos actuales por una razón obvia: al contrario de lo que en ella se muestra –la nobleza, la inteligencia, la elegancia y sofisticación humanas, en la mejor expresión de cada una de estas palabras–, es la nuestra una civilización en decadencia. Lo absurdo, lo siniestro, lo banal, lo impúdico, lo amoral, se han ido asentando como lo preferible porque nadie le hace oposición a tan terribles calificativos.
Sería difícil elegir una sola escena que recoja mejor que otra la tesis de la película. Los que la hayan visto podrían acordar conmigo que la pelea entre el todavía novio de la hija del Mayor y el capataz de Terril (Peck y Heston) la resume perfectamente: James McKay (Peck) –quien aparentemente ha pasado de largo ante una provocación de Steve Leech (Heston), sin testigos y a su manera– resuelve la incómoda situación impecablemente, dejando bien alto el pabellón cuestionado por todos –sin jactancia, y sin causar un daño innecesario.
Y hablando de daño, de dolor verdadero, no lo hay más lacerante que el que se adivina: un borroso horizonte en donde no se hallará paisaje que sirva de refugio, ni brazos que acojan generosos, ni mirada limpia hacia un futuro lisonjero, ni paz en la entrega –como la de la que se sabe amada y sostenida y, sin dudarlo, dispuesta a compartir el peso o la levedad de los días.

Comentarios
Publicar un comentario