El año del monzón.
…Se olvidó la gabardina… ¡El señor se olvidó
la gabardina!
-Oyó la maiko decir a
la anciana que viajaba junto a ella en el Shinkansen, de vuelta a la ciudad-.
Yo no puedo llevármela. Déjela usted en el servicio de objetos perdidos. Es una
prenda muy buena. Y usted parece responsable. No me fío un pelo de estos
revisores que han contratado últimamente, pendientes de todo y de nada… Llévela
usted, yo me bajo enseguida. Ha debido de apearse en Nagano, donde hizo la última
parada… yo me quedo en Kumagaya. ¿Usted va hasta Tokio, verdad?...
La maiko indicó un
tímido sí. Llevaba un precioso furisode, adecuado para la ceremonia de
graduación de su prima Noriko, que se celebraría en unas horas, en Tokio.
Había subido en
Itoigawa. Llegaría con el tiempo justo para coger el metro y desplazarse a la
Universidad Metropolitana de Tokio. El Campus de Minami-Osawa no quedaba cerca,
precisamente. Pero los ojos de la anciana suplicaban. “Lo haré, no se
preocupe”.
Tomó la gabardina beis en su regazo. Enseguida advirtió un inconfundible aroma varonil, un perfume europeo -pensó- a geranio, vetiver, azahar, mirra… hasta rematar en un fondo de láudano, haba tonka, pachulí… sándalo… -distinguió-. “Prada, Amber” -apostó consigo misma-. De algo tenía el haberse criado con su tío Takashi, viudo, que fue el nariz durante décadas de la muy prestigiosa Shu Uemura. Conocía todo sobre esencias y, ahora que estaba jubilado, experimentaba por puro placer. Iroko, la sobrina, era su musa y su consejera.
En el bolsillo interior de la gabardina, notó un bulto. Animada por la perspectiva de que quizá contuviese una pista que devolvería la gabardina a su dueño, osó introducir su delicada mano para tomar lo que creía una fina cartera. No había tal. En su lugar una agenda de piel negra, de firma. La abrió. Doblada en su interior había una carta. Estaba escrita en inglés. La dirección del sobre tachada a propósito -por lo que parecía-, con unos furiosos trazos de gruesa tinta. Dentro, un papel arrugado y vuelto a doblar y una foto, igualmente arrugada y rota en su mitad. Un rostro de mujer se reveló en ella. Una bella mujer. Le recordaba a alguien, una modelo, una actriz europea… le sonaba. Cabello moreno y rasgos finos. Estaba levemente girada como si estuviera de regreso hacia la línea del acantilado que se veía un poco más adelante. Sonreía al fotógrafo. El dueño de la gabardina -pensó.
El inglés de Iroko no
era muy bueno. Abandonó sus estudios en cuanto puso fin a la secundaria. La
muerte de sus padres y de su tía, en un corto espacio de tiempo, la sumió en
una tristeza infinita. Quiso permanecer junto a su tío, única familia que le
quedaba.
El año del monzón.
Azotó violentamente, destrozó el jardín que sus padres habían heredado de los
suyos, junto con la casa. El año del monzón se llevó en meses primero a su
madre, luego a su padre. Su tía Akane, de salud frágil, no pudo vencer la
tristeza de las pérdidas de su hermano y cuñada y, simplemente, se dejó ir.
Volvió a introducir carta y fotografía en el sobre, y ello junto en la agenda. Y lo restituyó al bolsillo interior izquierdo, el que tocaba el corazón de su dueño. Logró distinguir unas líneas -unas palabras apenas- al final de la misiva:
"Yo besaré tu nombre y el mío donde estuvieron tus labios- ¡Labios! ¿por qué debiera el pobre prisionero que soy hablar de esas cosas?"
El hombre de la gabardina había llorado. El aroma nítido de la sal, de las lágrimas, ascendió tenue, delicado… de la misma forma que el cielo cuando anuncia la llegada del monzón.
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