Existe ese lugar. Lo conozco.


Somewhere Only We Know, Keane


Tenía delante de mí el cuadro de la casa con la fachada pintada de color albero, el patio con la mesa de piedra, las sillas cubiertas con mullidas galletas de lino, de color claro. La luz filtrándose sin violencia entre la celosía cubierta por la enredadera. Sabía que ese lugar me había sido destinado. Y es más: sabía que sería feliz hasta el final de mis días.

El cuadro llegó a mi casa como recompensa, como autorregalo tras una intervención exitosa. Casualmente, lo vi en el establecimiento y sentí el impulso de comprarlo, sin género de duda.

Las buganvillas, espléndidas, que poblaban los grandes macetones, sin embargo, alteraron brevemente mi emoción inicial. En mi corazón, en el lugar destinado a las flores que amo, se encontraban las freesias -que formaron parte de mi ramo de novia-, las camelias -fui la reina Camelia en una obra infantil, en el pueblo donde me crié-, y las hortensias, ante las cuales me extasío en los veraneos santanderinos. ¡Pero buganvillas! En fin. Eso no me detuvo y, finalmente, el cuadro terminó colgado en la pared del salón.

Siete años después, alguien a quien conocí de forma casual, vinculado al mundo agrícola, me habló de un pueblo cerca de la costa, en el norte. Unos amigos vendían la propiedad que fue de sus abuelos. La casa, que en nada se parecía a otras de la zona, tenía un espacioso patio con buganvillas. Nos acompañó a mi marido y a mí cuando fui capaz de convencerlo, no tardé demasiado, claramente. Y, al ver la casa y el pueblo, supo también que era para nosotros.

Lo que yo nunca sospeché es que la parte oculta de la casa de mi cuadro, la fachada principal, con una preciosa entrada, tenía las hortensias más hermosas, y también unos camelios de flores rojas que un familiar gallego había llevado como regalo hacía mucho.




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