La Ninu
Hace pocas semanas me acordé de la Ninu, no sé por qué. Quizá porque vivimos unos tiempos raros en los que me pregunto muy a menudo si le preocupan a alguien las vidas pequeñas. Ella era una chavalita de mi pueblo, gitana, de familia numerosa, y no destacaba ni por buena ni por mala. Más alta que yo y más fuerte –piernas rotundas, bonitos brazos bien torneados–, carita redonda –"Cara de gitana, dulce apasionada"...– y una melenita color castaño oscuro.
De entre sus hermanos, nueve en total, uno de los varones alcanzó cierta notoriedad a los quince años como pelotari, con muchos seguidores –jugaba en el "Torneo Interpueblos"– y la consiguiente repercusión mediática en el periódico regional. Familia normal, integrada desde hacía años en la vida rural, sin nada especial que destacar. Y otro, uno de los más pequeños –"Morito", le decían– con nueve años protagonizó una hazaña singular, al rescatar de las frías aguas del río a un crío que había caído en ellas. Por ello, lo recompensaron con el premio de la "Operación Plus Ultra" en 1975.
Pero estaba recordando a la Ninu quien una tarde, aburrida, vino a buscarme a casa para jugar con ella. Tendríamos unos doce años, no creo que llegase. Me dijo que le gustaba el vestido que llevaba –me lo había hecho una modista del pueblo– y yo alabé el suyo, de color claro. El caso es que una vecina oyó cómo le devolvía el piropo a la niña gitana y tanta gracia le hizo, que se lo contó a mi madre. En absoluto entendí qué mérito podría tener un acto tan lógico y natural entre amigas –porque me consideraba amiga de la Ninu, a pesar de que su concepto de amistad y el mío no fueran exactamente iguales–. Entonces no importaban esas cosas.
Tan vívido como el anterior se me representa su imagen el día de nuestra Primera Comunión, en el que gustosamente cedimos el cetro de la más guapa a la Ninu –sin rivalidades ni celos absurdos– orgullosísimas al verla llegar a la Iglesia acompañada de las catequistas.
Pocos años después, una mañana de domingo recién inaugurado el verano, la vimos pasar vestida de mujer –tacones, rebequita y falda de tubo– y mirarnos como quien mira a unas mocosas que no saben nada de la vida. Del brazo, un guapo y esbelto gitano vestido con un traje. Y detrás, junto a la familia de ella, los que supusimos serían familia del novio. De repente, el saber qué significa pertenecer a otra categoría cobró su verdadera dimensión. Entre nosotras y ella, el abismo. Nos miró y nos empequeñeció al saludarnos con un sonriente y escueto ¡hola! Reconozco que me invadió un sentimiento de asombro, de admiración, y hasta de un punto de envidia. Después de aquella aparición, ya no volvimos a coincidir.
Las vidas pequeñas de las que hablaba al principio de esta evocación, ¿le importan a alguien, de veras?... La de la Ninu se apagó pronto, en plena juventud. Se podrían aventurar muchas razones, erradas y acertadas, por las que sucedió de esta manera. Solamente he querido dejar escrita la pequeña historia de una chiquilla a la que conocí escasamente –como a otros, de los que ni siquiera conservo el detalle de sus nombres– y encender por un instante una pequeña luz de homenaje a su breve paso en este mundo.

Comentarios
Publicar un comentario