La señora del carrito




Frente a la playa de la Concha, en Santander, cerca del lugar en que estuvo ubicada la ermita de San Roque, todos los años, cuando llega el verano, me aproximo al carrito de helados a comprar uno, el primer deseo, el de mantecado con orujo de Liébana y sobao pasiego -no apto para menores-, denso, rico, y sin resultar excesivo.

La señora del carrito, a quien saludo con afecto, alegre de verla en el sitio de siempre, me pregunta si quiero una bola o dos -el doble no eleva el precio, sino las calorías-, y respondo: ¡Dos, por supuesto! -con entusiasmo de niña.

No hay maneras más elegantes ni suaves que las suyas. Toma su tiempo coger la cantidad perfecta, colocarla ajustándose en resbaladizo equilibrio sobre el cucurucho de barquillo, aplastarla un poco con el "funderelele" o "boleadora" -como llaman en Cuba a la cuchara para servirlo-. La cola ha aumentado su tamaño, pero nadie tiene prisa. Todos la observan, esperan y disfrutan.

La señora del carrito, después de todos estos años, no tiene un nombre preciso. Diría que es una de las escasas personas buenas -buenas de verdad- que conozco. Sus ojos, su persona entera, derraman la suave dulzura del mantecado, del yogur con frutos rojos, del chocolate... De todos los sabores maravillosos que no pasan de moda.

Este verano seguía en su sitio de siempre. Nunca me ha sabido mejor el de Sobao pasiego con orujo de Liébana.

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