Una mujer con sombrero
Óleo de mujer con sombrero, Silvio Rodríguez
Caminaba por la calle erguida,
pasos ágiles, enérgicos, más propios de una colegiala que de una señora que hubiera
atravesado el ecuador de los cincuenta hacía tiempo. Se detuvo, coqueta,
delante de un escaparate y sacó algo del bolso que llevaba colgado. Una barra
de labios que -suavemente y con maestría- deslizó y trazó de rojo la sonrisa que traía puesta de casa. El gesto aprendido
de años, escondida tras la puerta, observando a su madre mientras se arreglaba,
se colocaba las medias, el perfume en el inicio del escote, el vestido ajustado
en el talle, los pendientes y, cómo no, el lápiz rojo sin el que no ponía el pie en la calle, aunque solo fuera para comprar el pan.
Paseaba sin rumbo concreto por
el amplio bulevar que se había salvado milagrosamente de las sucesivas y
arbitrarias remodelaciones urbanísticas que los alcaldes, siempre generosos con
el dinero ajeno, y casi siempre con mayor desacierto que atinadamente, habían
legado a la ciudad. A veces, con cierta frecuencia, se sentaba en una de las terrazas y
observaba. Pedía siempre un Negroni, hiciese frío o calor, a juego con el color
de sus labios. Miraba con aparente distracción a cuantos paseaban relajados, apresurados, distraídos, infelices, sonrientes o abrumados por la vida que se empeñaba en imponer un ritmo imposible de seguir.
Conseguía, evasiva, entorpecer los tristes intentos de algún que otro caballero con pretensiones donjuanescas. Algunos -también los había- de buena fe. Siempre un amable no, sin teatralidad. Invariablemente, sacaba del bolso el lápiz de labios y, ¡oh, magia! hacía desaparecer al visitante. Al maquillarse, solía venirle a la memoria una imagen de años atrás, la de una amiga que fue y que, tomándole la dorada barra, la hizo girar hasta que asomó y en un gesto de repentino puritanismo rechazó, como si el hecho de manchar sus labios con ella supusiese un delito ignominioso.
El cielo deshacía cirrocúmulos en aviso de catástrofe inminente cuando, de la nada, una mujer con sombrero, un Harris de tweed marrón, se sentó en su mesa y empezó a hablarle como si se conocieran. En su perplejidad no dijo cosa alguna, se limitó a escuchar la historia de una huida, de un giro radical en la vida profesional, en los afectos. Interesada, dejó que desgranase recuerdos, sabiduría incontenible en aquel cuerpo menudo cuya prodigiosa cabeza, cubierta por el sombrero, dejaba a la vista algunos mechones rubios. Su voz juvenil era alegre aun desgranando vivencias dolorosas, demostrando un impecable ejercicio de dominio de sí misma. Conversadora infatigable -apenas si pudo preguntarle nada- le habló de su infancia en un puerto de mar, de un matrimonio fallido, de una moto con la que conquistaba Madrid de parte a parte, de un libro que le había cambiado el destino y que le recomendaba, de los personajes más variopintos con los que el azar le había sorprendido sin darle tregua. Solo cuando se levantó para irse, advirtió que la mujer con sombrero iba acompañada de un pequeño remolino de pelo oscuro y mirada vivaz. El aire que se la llevó rescató, con sus palabras, el recuerdo del aroma de una conocida fragancia, en cuyo anuncio, una mujer -con sombrero y paso de gigante- avanzaba libre hacia donde únicamente ella sabía que era el lugar correcto.


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