Máscaras
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Agachado, con los ojos cerrados, las
máscaras giran alrededor de Mmenwé, ¡no quiere mirarlas!: el terrible buey, la
hiena, la poderosa cara del brujo… Sus pisadas retumban, apoderándose poco a poco de los pensamientos del niño. Los rítmicos sones de los colgantes que adornan los tobillos del hechicero, en la macabra ceremonia que le convertirá en sombra, con
sus guturales cánticos procedentes de los tiempos oscuros, secretos, que solo
los destinados por cuna podrán conocer. Mmenwé reza, sus manos entrelazadas, su
espalda encorvada, la frente apoyada en el polvo del que será parte cuando las
máscaras lo ingresen en la tierra –siente el crujir de las ásperas túnicas, cubiertas de espinos
–unas–, de tejidos sagrados decorados
con pigmentos que les otorgan su gran poder –todas ellas– . El líder Kam, el consejero, preside
la ceremonia sobre su cama sagrada. El niño huele el denso aroma, estalla
dentro de su cabeza la horrible salmodia que nunca comprenderá… Mmenwé no sabe que
esta noche la suerte está de su lado.
La pequeña choza tiene un
ventanuco orientado al monte Bamenda, el Monte Sagrado. Cada día, lo primero que hace Mmenwé es recoger el agua que sale del manantial para que Auhellé, su padre, pueda
realizar las abluciones que le permitan realizar su trabajo. Este tiene un don: talla la madera de las camas de poder del
rey, los príncipes y los venerables sabios que curan. Usa el lenguaje secreto
mientras las hierbas purifican el pequeño taller en donde trabaja, siempre de
noche, siempre cuando la luna es propicia. Cuando la luna se oculta, la
tarea debe estar terminada. Un solo error, un descuido, y el gran Mago lo
someterá al suplicio definitivo: enterrarlo de pie hasta la cabeza junto al hormiguero habitado por las Matabele –las guerreras–,
para que sienta el lacerante dolor que hará desaparecer su piel, sus músculos, sus entrañas…
Mmenwé sueña todos los días con
ser el Mago que cura. Cuando su madre no dejó de sangrar al nacer su hermana
Kiysaa –los ojos vueltos al infinito, la
boca torcida en terrible mueca– el gran Mago danzó a su alrededor pronunciando
las palabras que los dioses le susurraban y –vertiendo un poco de su poder,
apenas unas gotas– la mujer dejó de gemir y se sumió en un profundo sueño. Dos
semanas después, la fiebre y la hemorragia cedieron. Las mujeres de la aldea la
ayudaron, aún débil, a llevarle la ofrenda más apreciada por haberla devuelto a
la vida: su hijo Mmenwé, el primogénito.
Es
luna llena. Auhellé se retira a la choza en donde está preparando la nueva cama
de poder. Su hijo ha entrado sigilosamente en el lugar, escondido detrás de
unas maderas, desde donde puede entrever lo que tanto ansía saber, la magia que
se apodera de aquel ambiente. Contiene la respiración en un enorme sacrificio para no ser delatado por los latidos de su corazón. Auhellé cierra los ojos, eleva los brazos al cielo y murmura unas palabras de invocación en un extraño lenguaje... De pronto, por la abertura mínima que hay en el techo, una luz cenital desciende sobre su padre, lo envuelve, lo transfigura y por un momento cree que lo llega a alzar sobre el suelo... incomprensiblemente. Instantes después, la luz desaparece y su padre recobra su aspecto habitual, como si no fuera consciente de lo sucedido... Toma sus instrumentos de trabajo y comienza su tarea, sin descanso. La cama de poder adquiere mediante sus bellas formas talladas –repletas de símbolos– la alusión al linaje del rey que trasciende los orígenes de su pueblo. Auhellé toma de nuevo el agua sagrada de las abluciones, pero también una pequeña redoma desconocida por Mmenwé. Vierte un poco del contenido en el agua, y con unas ramas impregna la madera, sin olvidar rincón alguno. De nuevo, eleva los brazos al cielo, como al comienzo. Y de nuevo, la luz invade esta vez toda la cabaña, con un efímero y cegador resplandor. El ritual se repite noche tras noche, con Mmenwé escondido y absorto en la contemplación de los prodigios, de los trabajos con que su padre repasa cada detalle, sometido a un exigente escrutinio, atento a la más mínima imperfección que lo llevaría al desprecio del rey. Es luna nueva. La tarea ha terminado.
La ceremonia de entronización va a dar comienzo. Precedido de un grupo de danzantes y de armónicos y vibrantes tambores, aparece el que será el rey. Ataviado con una máscara impactante que cubre por entero su cabeza y representa el poder sublimado, se detiene frente a la multitud –procedente de los treinta y seis pueblos sobre los que gobernará– que lo recibe con cantos y aclamaciones. El líder Kam se halla junto a la cama de poder, delante de la sede del Consejo. El todavía príncipe no ha tenido acceso a su interior, ni ha podido compartir las decisiones de los sabios de su pueblo –tampoco sus secretos, hasta ahora–. El Brujo declama una oración a los dioses, con sus brazos alzados al cielo en señal de invocación. Gira alrededor de la cama una, dos y tres vueltas completas, esparce sobre ella unas gotas, y le invita a sentarse en ella. Ahora ya es el rey.
Mmenwé escucha con nitidez una voz que pareciera susurrarle muy cerca: ¿Qué sientes tú, oh, rey, sentado en tu cama de poder? ¿Qué secretos te han sido revelados, qué dioses te han hablado? ¿Qué faltas perdonas, qué delitos castigas y a quién te place robarle la vida? ¿Por qué, rey, decides otorgar prebendas a los aduladores y sumir en la pobreza a los necesitados, a los que aran la tierra seca? ¿Serás capaz de dormir cuando después de una semana el cuerpo de tus enemigos haya sido devorado por las Matabele?... Y para consolar a sus pobres almas, ¿una oración saldrá limpia de tu boca?...
Comienza el Okuyi: la música se apodera de toda la explanada en exaltada celebración. Los vítores no cesan. Las mujeres y hombres, los ancianos y niños, se agitan convulsos, transidos, poseídos por energías acompasadas que llegan al desvarío absoluto, a la pérdida de conciencia, ¡a la muerte de algunos! Enseguida dará comienzo el saludo de los sabios y la ofrenda de los jefes de las tribus con sus más valiosos regalos.
Ha llegado el momento. El Ato-akom o Aturu aparece en escena con su horrible aspecto –tallado en madera, representa un cráneo humano, y está cubierto de piel de antílope y cabellos–. El silencio se apodera de todos, nadie osa bajar la vista –ni siquiera los niños, bien advertidos por sus padres– pues si lo hicieran serían igualmente ofrendados al dios-rey.
"Una máscara es una imagen de un dios.
Una máscara tiene que haber danzado.
La música y la danza traen a la máscara a la vida y la hacen divina.
El que porta la máscara se identifica con el poderoso dios de la máscara.
Y a menudo deriva su poder a la sociedad desde el dios mismo.
Cada años se talla una nueva máscara para el dios, nunca la misma.
La máscara tiene un rostro, sea este humano o animal".
Es difícil mantener los ojos abiertos cuando el sol está en lo más alto. Es imposible mirar de frente cuando el viento trae el polvo a tu cara, cuando gira el Ato-akom en su agresiva danza, cada vez más intensa, con sus pesadas ropas y se detiene justo delante.
Señala a Mmenwé.
¿Dónde habita el horror? ¿En la fría cueva de la muerte, en la oscuridad? ¿En el corazón vacío de los padres que no podrán sentir el cálido abrazo del hijo tempranamente arrebatado? ¿En la ausencia de piedad del hombre-medicina que elige a la víctima propiciatoria con el polvo levantado por sus hábitos de muerte?
"Que el enterrador no me entierre.
Deja que entierre mis pies, y que deje desnudo mi pecho,
Deja que mi gente venga y vea mi rostro,
Deja que vengan y miren a mis ojos".
No llora cuando delante del rey y del líder Kam las máscaras lo cubren de tierra hasta el cuello, cuando se oye cerca el estridular de las guerreras. Cuando adivina a lo lejos las queridas figuras de sus padres, y de la pequeña Kiysaa, agarrada fuertemente a su madre. Es el tiempo, todo se ha detenido y parece flotar como en un delirio afiebrado. Mmenwé reconoce una voz antigua –con los mismos sonidos que le oyó decir a su padre– y que le indica las palabras precisas:
"Oh, Bruja, no me mates, Bruja
Por favor, dispénsame, Bruja
Este Tañedor Sagrado te jura que
Cuando se levante una mañana
Hará sonar los tambores por ti alguna mañana
Muy temprano
Muy temprano
Muy temprano...
Oh, Bruja que mata a nuestros hijos precozmente
Este Tañedor Sagrado te jura que
Hará sonar los tambores por ti alguna mañana
Muy temprano
Muy temprano
Muy temprano
Siénteme hablar contigo
Trata de entender"
Mathom, el diablo, y Ghongori se derrumban, se arrastran y huyen, porque caerán sobre ellos la ira de Kam, la poderosa medicina del gran Brujo y la maldición del rey. Sus palabras expuestas... De repente, todo ha terminado.
BIBLIOGRAFÍA:
http://www.fundacionjimenezarellano.com/index.php/reino-de-oku/
http://artevalladolid.blogspot.com/2014/05/un-trocito-de-africa-en-valladolid-ii.html
https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/detras-mascaras-rituales_5735/3
Los poemas citados pertenecen al blog:
http://inutilesmisterios.blogspot.com/2013/06/poesia-oral-africana-2-parte.html
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