Prejuicios
El Último de la Fila, Sin llaves.
Tenía todo atado y bien atado. Nada se desviaba de cada milímetro cartografiado en su cerebro. A fuerza de disciplina, hasta los sueños se acomodaban a sus deseos, sin tregua incluso en el delirio. Palabras e imágenes, gustos y aficiones. Era inimaginable el que se concediera la menor variación. Imposible que el azar, la improvisación, hallaran posada. Ni un triste habitáculo. La felicidad consistía en esa rutina monótona. "No, tampoco, nunca, jamás" –decía al enfrentarse a cualquier novedad incómoda–. "Puede, quizá, a lo mejor, tal vez" ni siquiera existían en su vocabulario, –según atestiguaron sus escasas amistades.
Llenaba las tardes de lectura y música. Los discos heredados de su familia, vinilos que organizaba con mimo y que disfrutaba en un maravilloso Bang & Olufsen del 82. Los trataba tan bien que prácticamente todos sobrevivían en un estado de conservación que rayaba lo milagroso. Igual pasaba con los libros. Cuidadosamente colocados en las estanterías, con sus tejuelos. Tenía tantos que habían desbordado la biblioteca y ocupado otros lugares de la casa, sobre todo la terraza acristalada donde se sentaba a leer, invariablemente, hasta las ocho en los meses de mayor luz y hasta las seis en invierno, con su taza de porcelana china rebosante de Pu-ehr. Después, solía pasear por la alameda colindante –que le ofrecía la protección necesaria en verano por lo caluroso en su ciudad castellana y el resguardo de los vientos heladores en el invierno–. Ida y vuelta –varias veces, normalmente no menos de seis–, suficientes para mantener una actividad física moderada.
Los martes y los viernes compraba en el mercado municipal instalado en las inmediaciones. El pan a diario, en la panadería de siempre. Los dulces, en la pastelería de mayor abolengo de la ciudad, aunque estuviera en la otra punta. La ropa, en las tiendas del centro que aún sobrevivían a la invasión hortera de las cadenas de moda pronta. Seguía estrenando el Domingo de Ramos por respeto a la tradición y por sus fuertes convicciones –sus prejuicios– desde la ropa interior a los zapatos, al vestido primaveral y al frasco de perfume que le duraba exactamente hasta la fecha.
Alguna vez soñaba con un actor muy conocido. Vio cuando era una adolescente la serie Retorno a Brideshead y Jeremy Irons, que encarnaba a Charles Ryder, se instaló para siempre en el único hueco libre que quedaba encerrado entre tantas manías. Lo adoraba. Su palidez, su estatura, su mirada... Había aprendido de memoria los diálogos que intercambiaba con Julia, su amante y hermana de su querido amigo Sebastian Flyte. Ella le daba la réplica bajando el volumen del aparato de televisión con una precisión cuasi sobrenatural. Julia y Charles amándose en el trasatlántico por fin, escapando ambos de su infelicidad marital, casados ella con Rex y él con la arribista Celia.
El disgusto fue soberano. Un descuido, un mal cálculo, hizo que se vertiera íntegro el contenido de la taza de té, mal apoyada, en el libro de Evelyn Waugh que descansaba en la mesita para repasar unos capítulos. Cuando lo vio, por poco rompió a llorar. Sabía que la colección a la que pertenecía el ejemplar era "verdura de las eras". ¡La colección desbaratada por un error milimétrico en la colocación de la taza china, en la mesita de la terraza! Tardó bastante en sobreponerse al desastre.
Una tarde del verano incipiente –con un calor pastoso que asfixiaba– reventó por sorpresa la tormenta en mitad del paseo por la alameda. Y le pilló sin paraguas, obviamente. Las gotas gruesas y calientes la empaparon con rapidez y temió por el efecto de la ropa mojada sobre su cuerpo. Buscó refugio en el primer lugar que halló cerca, en el lado izquierdo en dirección a la Estación del Norte, una librería de segunda mano recién abierta, semioculta junto al portal de una de las casas señoriales. Casi sin pensarlo, y al encontrarse con la mirada de la empleada de la tienda –una chica joven, una estudiante, posiblemente– le preguntó si tenía el libro que meses atrás sufriera el "accidente". La mujer ni conocía al autor ni mucho menos el título del libro. Pero de la nada, apareció junto a ella un hombre de su edad –calculó de inmediato–. Al mismo tiempo que le tendía el ejemplar de la modesta colección diciéndole "aquí lo tiene usted" y al cogerlo ella por el otro extremo, no pudo explicarse en absoluto por qué ese contacto efímero con el libro como intermediario bastó para derrumbar todos los "en modo alguno, pero, ni hablar, jamás de los jamases" instalados en el hardware de su cerebro, desde sus más remotos recuerdos. Ni que decir tiene que él, aunque atractivo, se parecía "como un huevo a una castaña" a Jeremy Irons.

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